Publicado en Proyecto Rosa

La vergüenza de la sangre

Cuando llegaba el final del día y volvía a la que por entonces era su casa, o al menos el lugar donde dormía, se recostaba contra la cama mugrienta de uno de los mayores para cerrar los ojos y descansar. Era incómodo, pero al menos tenía la cabeza sobre algo parecido a un colchón y no sobre el suelo frío.

Recuerda ahora, casi como si fuera ayer, hace unos años cuando regresó de uno de sus trabajos. Llevaba sintiéndose incómoda toda la mañana, pero lo achacó a los nervios y a los primeros trabajos fuera del barrio.

A veces revive ese momento con tanta nitidez que es como si el dolor de sus entrañas lo estuviese sintiendo ahora mismo. Cómo, sin saber nada del mundo, sin nadie que le enseñase, pensó que se moría.

Fue ya al llegar a casa, cuando las risas de algunos de los niños y las miradas sobre su cuerpo la hicieron estar alerta. Entonces recuerda los dedos manchados de sangre, la respiración cortada, el pánico, el no saber qué hacer. Se encerró en el baño compartido de esa planta del edificio, con la luz que titilaba y el espejo carcomido por el moho.

Allí se hizo mujer, o eso fue lo que le dijo que era una de las mujeres del burdel del piso de abajo. A Elysse no le parecía eso, era más bien un dolor innecesario, una molestia a veces para su trabajo y para esas noches que dormía en el suelo junto a la cama.

Pero no lo ocultó, ni aunque estuviese rodeada en aquella habitación por otros cinco muchachos que no sabían de su condición de mujer, ni aunque llegase esos días del mes en los que a veces creía que volvía a morir. Ella era tan válida como los demás, y eso se repetía una y otra vez mientras aceptaba cualquier encargo que se le ofrecía.

No quería ser recordada como una chica que robaba y nada más, quería ser la mejor ladrona de toda la ciudad.

Publicado en Proyecto Rosa

Recuerdo Imborrable

Aquello era carne, carne de verdad. De algún animal de cuatro patas que se había criado en una charca de barro engordando a base de bellotas. Se le hacía la boca agua tan solo con el sonido de la piel crujiente y ese olor a grasa.

La muchacha miraba atenta a la cocinera, sin perderla de vista ni a ella ni a su plato. Era lo primero que había comprado con su sueldo y no quería perderlo por nada de este mundo. No sabía siquiera a cómo sabía, pero tenía que estar bueno seguro. Era comida.

Aún recordaba esas noches en las que tenía que pelearse con los otros niños de la calle para merecerse el trozo más grande de una rata que asaban con unos palos. Se prometió a sí misma que un día saldría de eso, que podría pagar por llevarse algo decente a la boca.

Y quizás un día, no muy lejano, las tripas dejarían de rugir trayendo ese recuerdo de vuelta.