Cuando llegaba el final del día y volvía a la que por entonces era su casa, o al menos el lugar donde dormía, se recostaba contra la cama mugrienta de uno de los mayores para cerrar los ojos y descansar. Era incómodo, pero al menos tenía la cabeza sobre algo parecido a un colchón y no sobre el suelo frío.
Recuerda ahora, casi como si fuera ayer, hace unos años cuando regresó de uno de sus trabajos. Llevaba sintiéndose incómoda toda la mañana, pero lo achacó a los nervios y a los primeros trabajos fuera del barrio.
A veces revive ese momento con tanta nitidez que es como si el dolor de sus entrañas lo estuviese sintiendo ahora mismo. Cómo, sin saber nada del mundo, sin nadie que le enseñase, pensó que se moría.
Fue ya al llegar a casa, cuando las risas de algunos de los niños y las miradas sobre su cuerpo la hicieron estar alerta. Entonces recuerda los dedos manchados de sangre, la respiración cortada, el pánico, el no saber qué hacer. Se encerró en el baño compartido de esa planta del edificio, con la luz que titilaba y el espejo carcomido por el moho.
Allí se hizo mujer, o eso fue lo que le dijo que era una de las mujeres del burdel del piso de abajo. A Elysse no le parecía eso, era más bien un dolor innecesario, una molestia a veces para su trabajo y para esas noches que dormía en el suelo junto a la cama.
Pero no lo ocultó, ni aunque estuviese rodeada en aquella habitación por otros cinco muchachos que no sabían de su condición de mujer, ni aunque llegase esos días del mes en los que a veces creía que volvía a morir. Ella era tan válida como los demás, y eso se repetía una y otra vez mientras aceptaba cualquier encargo que se le ofrecía.
No quería ser recordada como una chica que robaba y nada más, quería ser la mejor ladrona de toda la ciudad.